Imposible seguir hablando de aforismos ignorando por un segundo más a Friedrich Nietzsche (1844-1900), uno de los pilares fundamentales de la filosofía contemporánea. De hecho, después de su obra la metafísica ha podido por fin cumplir su último cometido: el definitivo olvido del ser, o la ausencia de una pregunta original y radical sobre esta cuestión. La filosofía, después de Nietzsche, ha de conformarse con las sobras y “ aprovechar las migajas del gran festín ” (F. Martínez Marzoa) que los grandes sistemas elaboraron antes de su labor crítica y demoledora, de su filosofar a martillazos. Su producción filosófica se abrió ya anómalamente con una obra que, por el título, El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872), parecía consagrada a un problema fundamentalmente filológico. Sin embargo, en ella esboza Nietzsche lo que será su metafísica de artista, su pensamiento trágico. A través de dos potencias fundamentales, lo apolíneo (la belleza, el ensueño, la medida, la racionalidad y las artes figurativas, la individuación) y lo dionisiaco (la embriaguez, la pérdida de la individuación, el chorro vital de la vida, la danza y la música), elementos que son constitutivamente antagónicos entre sí, se bosqueja lo que será su filosofía de la vida, el vitalismo. El arte consiste en la oposición de estos dos elementos, semejante a como la naturaleza, entendida como el origen de todo brotar y salir a la luz, “crea” todo aparecer, todo ser individual, pequeño pestañeo en la marea de la vida, minúsculo fruto que se regala el brotar. Todos los seres, naturales o creaciones artísticas del hombre, hunden sus raíces en lo terrible de la existencia, en ese caos indeterminado del que todo aparecer no es sino un ensueño luminoso, una fuerza que, limitada, habrá de convertirse en un fue, en un ya sido. El verdadero arte no excluye ni tan siquiera lo feo, porque asume radicalmente lo terrible y lo trágico de su condición. La tragedia nace del coro dionisiaco que es objetivado (figurado bajo el brillo y el ensueño de lo apolíneo) mediante una apariencia: la forma, lo escénico. No obstante, Dionisos es cualquier héroe trágico. Ahora bien, lo apolíneo no es una huida de lo terrible de la existencia, sino un adorno, una apariencia bella en la que se plasma esa condición. Precisamente, sin esta oposición, sin el elemento dionisiaco, lo apolíneo no podría subsistir. Esto ocurrió con Eurípides en la tragedia, y con Sócrates en la filosofía. Con ellos, comienza la decadencia de la cultura occidental. Son ellos los responsables esa bifurcación que nos condujo a una sustitución del pensamiento trágico del mundo, por una consideración meramente teórica, alejada de lo dionisiaco, de la vida. En esta primera obra Nietzsche no había roto todavía con la filosofía de Schopenhauer ni con Wagner. Pero la separación será definitiva en la obra Humano, demasiado humano (1878), a la que seguirán Aurora, pensamientos sobre los prejuicios morales (1881), La gaya ciencia (1882), Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para ninguno (1883-1885), Más allá del bien y del mal (1886), La genealogía de la moral (1887), El ocaso de los ídolos (1889), El Anticristo y Ecce homo (ambos de 1888). La posición de lo teórico, de la idea (Sócrates, Platón), por encima de la vida, supone considerar a ésta como algo indigno de ser deseado por sí mismo. Sin embargo, la anulación de lo trágico llega a sus últimas consecuencias con el cristianismo “Dionisos contra el crucificado”. Cristo niega la vida y concibe a ésta como algo injusto, que debe ser justificado, redimido en un más allá. Para Dioniso o Zaratustra, la vida es pluralidad que justifica todo y que todo lo afirma, incluso el sufrimiento, porque esencialmente la vida es voluntad de poder (Wille zur Macht): una superación constante de fuerzas jerarquizadas (activas y reactivas) que incesantemente se afirman, se adueñan y conservan únicamente aquello que es necesario para el aumento, el crecimiento, la creación de valores. Es precisamente la voluntad de poder la que valora y de la que derivan todos los valores, sin subordinarse a una meta o a un fin específico, contra todo mecanicismo y teleologismo. Nietzsche denuncia el giro en la mirada estimativa que se produjo con Sócrates yPlatón y que culminó en el cristianismo, desembocando en una separación radical entre lo sensible (la vida, el devenir) y lo suprasensible (las Ideas, Dios, lo permanente), a través de una ficción o falsificación. Todos los ideales de nuestra cultura enmascaran determinadas pulsiones vitales que, en sí mismas, se hallan más allá del bien y del mal y que son “demasiado humanas”. La verdad, el bien y el mal moral, la virtud, etc., se alimentan de instintos y necesidades nada “virtuosas”. Por ello, la tarea filosófica de Nietzsche consiste, principalmente, en evidenciar la noción misma de ideal, entendiendo por éste todos los “trasmundos”, platónicos o cristianos, mediante los cuales el mundo real, de la vida, acabó convirtiéndose en una fábula. Nietzsche nos conmina a “permanecer fieles a la tierra”, evitando la huida de lo trágico de la vida mediante la construcción de entidades suprasensibles que nos “salven” o rediman. La idea de Dios surge de esta escisión entre un mundo sensible (tangible, real) y un mundo suprasensible (intangible, no real) que se toma por “verdadero” y que termina justificando, explicando y siendo condición y fundamento del mundo real. A partir de esta ”perversión” de los ideales, la metafísica condujo finalmente a la negación del mundo real, del devenir. La tesis “Dios ha muerto” significa que su lugar (lo suprasensible) ha sido eliminado y no ocupado por ninguna otra cosa (ciencia, tecnología, etc.). El lugar de Dios no ha sido reemplazado, sino destruido totalmente, por lo que se vuelve necesario pensar si es posible asumir una vida no subordinada a ideal alguno y consistente en ser un devenir sin finalidad, sin meta, ni salvación. En esto consiste fundamentalmente la tesis nietzscheana del eterno retorno, en otorgarle al devenir, al instante, a la vida, el valor de eternidad. La hipótesis de que todo retorne, aun admitiendo que no retornan las cosas en el tiempo, sino que es el mismo instante el que retorna, supondría asumir plenamente la pérdida de Dios, y afirmar la vida en su totalidad, haciendo de lo que se quiere, un querer absoluto, un decir sí creativo, seleccionador, que elimine de una vez por todas todo subterfugio que declare verdadero aquello con lo que no tiene que habérselas, por estar más allá, ajeno a todo poder o hacer. El eterno retorno nos libera del odio hacia la vida, del resentimiento, transformando todo “fue” en un “así lo he querido yo”. La total aceptación del eterno retorno traerá consigo un nuevo tipo de humanidad, fiel al sentido de la tierra: el superhombre, aquel que reemplazará a los últimos hombres, es decir, a aquellos que ignoran la muerte de Dios, aun siendo ésta perpetrada por ellos. Ignorancia que se debe a la ausencia del sentido de lo sagrado, a la pérdida de todos los valores, a una voluntad de nada o nihilismo. “No se trata en absoluto del mejor o del peor mundo: Sí o no, ésta es aquí la cuestión. El instinto nihilista dice no, su afirmación más indulgente es que no-ser es mejor que ser, que la voluntad de nada vale más que la voluntad de vivir; la más rigurosa (dice) que la nada es lo más deseable y esta vida, como su contrario, carece totalmente de valor y es reprobable .“ (Fragmentos póstumos, 1888; 17, 7). La crítica de Nietzsche se dirige a todas las áreas de la cultura occidental: ciencia, arte, política, derecho, religión, moral, etc., todo está animado por fuerzas reactivas, de resentimiento y de venganza contra la vida. Todos los valores de la humanidad son máscaras que ocultan ese desprecio y son valores decadentes, enfermos. Se necesita urgentemente llevar a cabo una transvaloración de los valores, una transmutación que recupere la inocencia perdida y que ponga de manifiesto que la moral vigente es producto del resentimiento. En verdad, y si se asume el eterno retorno positivamente, éste seleccionará exclusivamente las fuerzas activas y creadoras de valores, dando lugar al superhombre que destierre definitivamente el nihilismo. Para que esto suceda, “el último de los hombres” tiene que asumir plenamente la pérdida de Dios y querer su propio ocaso: “El hombre es algo que debe ser superado”; ha de entenderse a sí mismo no como un término, sino como un puente hacia su autosuperación creadora, al igual que la vida misma, la voluntad de poder, que rige a todo lo existente: “En todos los lugares donde encontré seres vivos encontré voluntad de poder; e incluso en la voluntad del que sirve encontré voluntad de ser señor...Y este misterio me ha confiado la vida misma. Mira, dijo, yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo” La vida no es más que un juego cósmico de construcción y destrucción de fuerzas, no de cosas (meras ficciones producto de un engaño del lenguaje), que ha de ser asumida en todas sus consecuencias, como hacen los niños cuando juegan: “Inocencia y olvido es el niño, un comenzar de nuevo, un juego, una rueda que gira por sí misma, un primer movimiento. Un santo decir-sí. El hombre es una cuerda anudada entre el animal y el superhombre. Una cuerda sobre un abismo. Un peligroso hacia-arriba, un peligroso sobre-el-camino, un peligroso mirar hacia atrás, un peligroso temblar y estar en pie
Todo lo que se hace por amor, se hace más allá del bien y del mal.
La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar.
Lo que no me mata, me fortalece.
Sin música la vida sería un error.
La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño.
Los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos.
Creo que los animales ven en el hombre un ser igual a ellos que ha perdido de forma extraordinariamente peligrosa el sano intelecto animal, es decir, que ven en él al animal irracional, al animal que ríe, al animal que llora, al animal infeliz.
La verdad es que amamos la vida, no porque estemos acostumbrados a ella, sino porque estamos acostumbrados al amor.
No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada.
Solamente aquel que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado.
Fe significa no querer saber la verdad.
En algunos la castidad es una virtud, en muchos es casi un vicio.
¿Es el hombre sólo un fallo de Dios, o Dios sólo un fallo del hombre?.
La mujer perfecta es un tipo humano superior al varón perfecto, pero también es un ejemplar mucho más raro.
Cuando trates con una mujer no olvides el látigo.
El hombre, en su orgullo, creó a Dios a su imagen y semejanza.
Lo que hacemos no es nunca comprendido, y siempre es acogido sólo por los elogios o por la crítica.
La mentira más común es aquella con la que un hombre se engaña a sí mismo. Engañar a los demás es un defecto relativamente vano.
En el amor siempre hay algo de locura, mas en la locura siempre hay algo de razón.
El amor y el odio no son ciegos, sino que están cegados por el fuego que llevan dentro.
Todo idealismo frente a la necesidad es un engaño.
Negar a Dios será la única forma de salvar el mundo.
Aquel que tiene un porqué para vivir se puede enfrentar a todos los "cómos".
Para llegar a ser sabio, es preciso querer experimentar ciertas vivencias, es decir, meterse en sus fauces. Eso es, ciertamente, muy peligroso; más de un sabio ha sido devorado al hacerlo.
Sólo comprendemos aquellas preguntas que podemos responder.
Olvida uno su falta después de haberla confesado a otro, pero normalmente el otro no la olvida.
En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre.
Todos los pozos profundos viven con lentitud sus experiencias: tienen que esperar largo tiempo hasta saber qué fue lo que cayó en su profundidad.
La sencillez y naturalidad son el supremo y último fin de la cultura.
La palabra más soez y la carta más grosera son mejores, son más educadas que el silencio.
Yo necesito compañeros, pero compañeros vivos; no muertos y cadáveres que tenga que llevar a cuestas por donde vaya.
La demencia en el individuo es algo raro; en los grupos, en los partidos, en los pueblos, en las épocas, es la regla.
Los que más han amado al hombre le han hecho siempre el máximo daño. Han exigido de él lo imposible, como todos los amantes.
El hombre sufre tan terriblemente en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa.
¿No es la vida cien veces demasiado breve para aburrirnos?
La guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido.
El remordimiento es como la mordedura de un perro en una piedra: una tontería.
No se odia mientras se menosprecia. No se odia más que al igual o al superior.
El matrimonio acaba muchas locuras cortas con una larga estupidez.
Toda convicción es una cárcel.
Todo el que disfruta cree que lo que importa del árbol es el fruto, cuando en realidad es la semilla. He aquí la diferencia entre los que creen y los que disfrutan.
Sin arte la vida sería un error.
Un filósofo casado es, para decirlo claro, una figura ridícula.
El mundo real es mucho más pequeño que el mundo de la imaginación.
Tenemos arte para no morir de la verdad.
Mucho tienen que hacer los padres para compensar el hecho de tener hijos.
Dios ha muerto. Parece que lo mataron los hombres.
Nada más hipócrita que la eliminación de la hipocresía.
El sexo es una trampa de la naturaleza para no extinguirse.
Cuando se tienen muchas cosas que meter en él, el día tiene cien bolsillos.
Cuando me encuentro con una criatura, encuentro la voluntad del poder.
El gran estilo nace cuando lo bello obtiene la victoria sobre lo enorme.
El hombre se define como ser que evalúa, como ser que ama por excelencia.
El pensador sabe considerar las cosas más sencillas de lo que son.
El destino de los hombres está hecho de momentos felices, toda la vida los tiene, pero no de épocas felices.
La edad de casarse llega mucho antes que la de quererse.
Las razas laboriosas encuentran una gran molestia en soportar la ociosidad.
Sí, hermanos míos, para el juego del crear es necesario un santo decir sí. Ahora es cuando el espíritu quiere su voluntad, conquista su mundo el que lo perdió
Lo absurdo de una cosa no prueba nada contra su existencia, es, más bien, condición de ella.