Ganó Trump y la causa es, fundamentalmente, cultural y de valores. La inflación, la crisis en la frontera con los inmigrantes, los excesos del “wokismo”, el poco tiempo de Harris para hacer campaña, las equivocaciones de los demócratas al fallar en encontrar un mensaje convincente son elementos relevantes, sin duda, pero el problema fundamental es que Estados Unidos, culturalmente, ha abandonado la política democrática de la decencia y el respeto para adoptar en su lugar una del resentimiento, el insulto y la intolerancia. Y a la vista del resultado electoral nos damos cuenta de que se trata de un tema no sólo de blancos racistas, o de una clase trabajadora irritada, o una cuestión de mucha o poca educación. Es un problema multiclase, multigénero, multieducación y multirracial. Ganó, otra vez, la presidencia de Estados Unidos un bribón falaz, prepotente, vulgar y delincuente comprobado que intento descarrilar la vida democrática del país al no aceptar su derrota en las urnas hace cuatro años. Una cultura política que ha descendido a este nivel de degradación no es fácil de arreglar. El cronograma se contará por décadas, en el mejor de los casos. No bastaran los ciclos electorales cuatrianuales.
Desde luego, no solo es Estados Unidos. Enfrentamos un aciago Zeitgeist (espíritu de la época) global. Cada vez más países se sumergen en las políticas de las mentiras, el resentimiento y la intimidación. El primer cuarto del siglo XXI será visto, en retrospectiva, como la etapa donde se sembraron las semillas del mal. Los líderes de extrema derecha están ganando en todo el mundo y culpar únicamente a la economía o a la globalización no es suficiente. Personajes como Trump tienen éxito por ofrecer a los votantes una “venganza” ante problemas tanto reales como imaginarios. El gran bufón sabe explotar los peor de los electores con su estilo provocador y rústico. Tanto primitivismo es la forma habitual del populismo rampante, del demagogo que afirma “Yo me presento ante ustedes tal cual soy: sin ambages, sin maquillajes, incluso zafio. Soy como vosotros, ni más, ni menos”.
Trump y sus émulos hacen política desde la antipolítica. Acusan a las instituciones de arruinar las vidas de la gente. Desdeñan la lógica y la congruencia. Para ellos la democracia ilustrada es un sistema ineficiente por lento y por ser “rehén” del garantismo y de la división de poderes. Para los “hombres fuertes” las urgencias del presente solo se resuelven con autoridad y voluntarismo personalista. El ruido, las amenazas y la incorrección política son su revestimiento, pero son también su carta de presentación: son lo que aparentan ser. Si bien es cierto que el estado de la economía fue un motivo importante en la victoria de Trump, también lo es que la gente no siempre vota con su billetera. La economía importa, pero no como una simple métrica del bienestar agregado. Por lo general, los inconvenientes financieros personales solo se politizan cuando se perciben como parte de una crisis más amplia.
La extrema derecha ofrece hoy de manera global lo que el politólogo William Connolly llama una “política de venganza existencial”. Trump advierte sobre la toma del poder por parte de los “comunistas” y amplifica la teoría de la conspiración del “gran reemplazo”, mientras sus partidarios arremeten contra el “genocidio blanco” y las élites satánicas que abusan de niños. Más que oponerse a la mala gestión económica, vilipendian a quienes amenazan las jerarquías y no solo de clase, sino también las de raza y género. Estas rupturas prosperan tanto en el patrón de decadencia y desmoralización liberal como en los propios tóxicos giros emocionales de los extremistas con sus formas agresivas y sin reservas de relacionarse con los demás, donde el insulto zafio o el apodo vejatorio substituyen a los argumentos y las razones. Es un Zeitgeist abominable que enseñorea a lo peor que hay en nosotros mismos: los miedos, los complejos y los prejuicios mientras destierra a la confianza colectiva y al nosotros incluyente.
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en El Economista
20 nov 24