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"¿Y por qué no he de compararme a los Dioses? Basta ser tan cruel como ellos."
Calígula (según Albert Camus)
Imitar a los Dioses
"¿Y por qué no he de compararme a los Dioses? Basta ser tan cruel como ellos."
Calígula (según Albert Camus)
Pretender ser Dios entre los hombres es un proyecto absurdo y una gran aventura existencial. Es la idea humana más temeraria y descabellada. Esta "Historia Mundial de la Megalomanía" es una breve antología de las desmesuras, desvaríos y fantasías del culto a la personalidad en la política. Incluye trazos, asombros y reflexiones sobre los patéticos personajes que persiguieron lo imposible: volverse dioses. No es un libro de ciencia política, ni de psicología, ni de sociología, ni de historia. Se trata solo de un recorrido de perplejidades a través de los excesos y vesanias de dictadores delirantes. No espere, pues, el lector encontrar aquí sesudas reflexiones sobre las causas y consecuencias socio-políticas que ha tenido sobre las sociedades humanas el culto a la personalidad.
Desde luego, eso no hace olvidar que fue Max Weber quien, famosamente, describió tres diferentes tipos de autoridad: la tradicional, la racional-legal, y la carismática. ¿Queda revelado a cabalidad el fenómeno de culto a la personalidad en la explicación Weberiana? No del todo. Los sistemas de liderazgo centrados en la imagen de un líder como los generados en el siglo XX por los totalitarismos, los populismos y las naciones de reciente independencia podrían quedar consignados como la encarnación de lo que Weber caracteriza como la "rutinización de la autoridad carismática". Pero el fenómeno del culto a la personalidad ha rebasado a la tipología weberiana. Los regímenes totalitarios de la pasada centuria trataron de legitimarse a través de una combinación de las apelaciones a la tradición, el derecho legal y carisma, además de la ideología. Cierto que la estrategia de legitimación tenía como elemento central la promoción de los cultos al líder, pero los esquemas ideológicos, tradicionales y legales nunca quedaron relegados por completo.
El culto a la personalidad ha sido un complejo designio que escapa a los arquetipos de la sociología y la ciencia política para invadir los terrenos de la psicología. Los griegos hablaron de la "Hubris"' para definir al héroe que lograba la gloria y, trastornado por sus éxitos, pretendía imitar a los dioses. Este sentimiento le llevaba a cometer un error tras otro. Como castigo a la "Hubris" los dioses idearon la "Némesis", que devuelve a la persona a la realidad a través de fracasos y severos castigos. Muchos personajes mitológicos sufrieron la Némesis de los dioses: Agamenón, Aracne, Creonte, Eco, Ícaro, Jasón, Marsias, Hércules, Odiseo, Orestes, Sísifo, Jasón, tántalo, entre otros. Hoy los psicólogos disertan sobre un "síndrome de Hubris", trastorno común entre los gobernantes que llevan tiempo en el poder. Lo cierto que la neurociencia no ha encontrado aún las bases científicas que expliquen este síndrome, más allá de los síntomas evidentes: soberbia, alejamiento progresivo de la realidad, narcisismo exacerbado, etc.
Un famoso ex ministro de la Foreing Office británica, David Owen, se puso a estudiar todo lo relacionado con estos síntomas de la Hubris. Nos dice que el poder intoxica tanto que termina afectando al juicio de los dirigentes y los lleva a sentirse seres únicos llamados por el destino a cumplir grandes hazañas. Tal perversión sucede con los gobernantes en los regímenes democráticos y, obviamente, con mayor fuerza en los sistemas autoritarios y totalitarios, donde los contrapesos al dictador son casi nulos o de plano inexistentes. Muchos tiranos arrastran complejos y trastornos personales severos por muchos años, mismos que se destapan cuando poseen la Hubris del poder absoluto y se ven rodeados de sicofantes que los adulan constantemente. Surge en el sátrapa una ofuscación megalomaniaca que le hace creer en su infalibilidad y en su insustituibilidad. Se abre paso al culto a la personalidad, a la construcción de obras faraónicas, a que los dictadores se crean genios universales y a un desarrollo paranoide que los lleva a considerar como enemigos mortales a todos aquellos que critican o disienten.
En el siglo XX, con el desarrollo de los medios masivos de comunicación, los gobernantes dictatoriales tuvieron las herramientas más efectivas para promover el culto a sus personas. Las técnicas modernas de propaganda permitieron a los líderes adquirir una extraordinaria omnipresencia. Desde luego, los tres titanes de este fenómeno han sido Hitler, Stalin y Mao, quienes gobernaron grandes naciones, dirigieron enormes ejércitos y fueron conductores universales de ideologías totalitarias. Sin embargo, el Culto a la Personalidad de ninguna manera ha sido privativo de grandes naciones como China, Rusia o Alemania. Particularmente descabelladas (y trágico-cómicas) han sido las experiencias de aquellos dictadores de pequeñas naciones que han buscado endiosarse, como Trujillo, Bokassa, Idi Amin, Nyazov, Kim Il Sung y tantos más que hacen su aparición en esta sucinta Historia Mundial de la Megalomanía. Pero lo cierto es que, a grandes rasgos, todos los dictadores que se han consagrado al culto a la personalidad no han sido sino imitadores, en mayor o menor medida, de la triada Hitler-Stalin-Mao, aunque debe reconocerse que algunos dictadorzuelos a veces fueron perfectamente capaces de idear ingeniosos y muy originales métodos para mayor loor de sus personitas.
El Culto a la Personalidad fue consustancial al nazi-fascismo. La construcción del "Mito de Hitler", como lo llamó el historiador británico Ian Kershaw, fue posible gracias a la magistral utilización de técnicas propagandísticas modernas para la creación y manipulación de imagen. Dicho esto, claro está, sin olvidar que las circunstancias históricas de la Alemania derrotada en la primera guerra mundial, humillada en Versalles, y azotada por la hiperinflación y los vaivenes económicos la hicieron proclive anhelar un liderazgo mesiánico.
El proceso para transformar a Adolfo Hitler del personaje mediocre y desagradable que, objetivamente, era a un héroe a la altura de los clásicos fue lento y complejo. Dentro del Partido Nazi, el comienzo su culto comenzó temprano, a principios de los años veinte, cuando algunos militantes ya lo comparaban con Napoleón o Federico el Grande. Pero fue con su encarcelamiento tras su putsch cervecero que su leyenda empezó a crecer y él mismo comenzó realmente a creer que estaba predestinado a ser gran líder que necesitaba Alemania. Durante los años siguientes, en los que los nazis eran poco más que un irritante menor en la política alemana, el mito de Hitler fue construido conscientemente en el seno de su Movimiento en el trabajo de integrar al partido y para ganar nuevos miembros. En los años treinta, con el crecimiento electoral del partido, el culto al fuehrer dejó de ser meramente la propiedad de un partido marginal y fanático. Incluso la gran mayoría del pueblo alemán, que no profesaba ningún entusiasmo por Hitler, tenía ya la creciente sensación de que el dirigente nazi no era un político más englobado en la mediocridad de Weimar, sino que se trataba de un líder extraordinario, un hombre ante quien nadie podía permanecer neutral.
El manejo de la propaganda nazi acertó en construir en este auténtico mequetrefe la encarnación de las supuestas "virtudes germánicas" - valentía, hombría, integridad, lealtad, devoción a la causa – en oposición a la decadencia de la estrambótica República de Weimar. El fuehrer era la lucha - como el título de su libro Mein Kampf- del "hombre pequeño" enfrentado a los grandes y perversos intereses que controlaban a la sociedad. Hitler llegó a Canciller aun enfrentando un ambiente hostil por parte de un sector mayoritario que lo consideraba advenedizo social, demagogo vulgar y portavoz de las masas histéricas, pero su culto logró imponerse en un tiempo sorprendentemente corto. Se explotó la imagen de un adalid riguroso capaz de restaurar el orden y de ofrecer un cambio decisivo. Aunado a ello, Goebbels agregó a la figura del dirigente el patetismo de cualidades como sencillez, modestia, disciplina, espíritu de sacrificio y determinación. Un hombre que sacrifica la felicidad personal y vida privada en aras de la patria. La intensa soledad y tristeza reforzaba el perfil del estadista sublime, frío y distante.
Los dictadores del nazi fascismo hicieron de la admiración al líder piedra angular de sus prácticas dictatoriales, pero también lo hicieron los gobiernos comunistas, en abierta contradicción a la doctrina marxista-leninista que rechazaba tajantemente el culto de la personalidad "un hombre no puede colocarse por encima de las masas para hacerse adorar", afirmaba Lenin. Fue en el memorable XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética que se acuñó el término "culto a la personalidad", cuando Nikita Kruschev pronunciara un admonitorio discurso para revelar las "monstruosas proporciones" que había alcanzado la glorificación de la figura de José Stalin. Mencionó Nikita como uno de los ejemplos de esa "repugnante adulación" la Breve Biografía que el propio Stalin mandó escribir y publicar en 1948 y de la que se imprimieron millones de ejemplares. Aquel autorretrato mostraba al dictador como "un sabio infalible, como el más grande dirigente y el más sublime estratega de todos los tiempos y de todos los países". Kruschev pudo haber citado miles de ejemplos más, desde luego. La deificación de Stalin comenzó desde finales de los años veinte, cuando se empezaron a construir estatuas del Stalin, y también de Lenin, a pesar de que el fundador del estado soviético detestaba esta práctica que atentaba contra la esencia misma de la ideología de la lucha de clases. Ciudades, calles, plazas, escuelas, puentes e instituciones fueron bautizados con el nombre de Stalin, mientras éste organizaba uno de los mayores exterminios de seres humanos que ha vivido la historia. Una horda de aduladores competía entre sí para ver quien pronunciaba el halago más descabellado al "Padre de los Pueblos", uno de esos raros líderes "que nacen una vez cada 500 años".
El endiosamiento de Mao llegó incluso más lejos que el de Stalin, sobre todo desde la Revolución Cultural" (1966-1974). Se mandaron 1,000 millones de ejemplares del "Libro Rojo", que contenía los preceptos más sabios del Gran Timonel y que blandían como armas los jóvenes fanáticos de la Guardia Roja. También Mao fue objeto de las más desmedidas lisonjas. El presidente era "inmortal", afirmación que fue matizada por otros dirigentes chinos que, con más cautela, afirmaron que Mao "viviría 10,000 años". "El camarada Mao es el marxista más grande de todos los tiempos", decían unos. "Mao es el genio más grande que ha jamás", doblaban la apuesta otros. Las fotos de Mao nadando en el Río Yangtse fueron presentadas como un acontecimiento histórico mundial y como una prueba de la robusta salud del Sol Rojo. Mao incluso tenía dotes como el mejor trabajador, el deportista supremo, el más inspirado poeta, y el estratega más insigne. Con la lectura y aprendizaje de sus enseñanzas, los médicos podían curar enfermos y devolver la vista a los ciegos, el oído y el habla a los sordomudos.
Pero para el genuino gran megalómano no basta con poseer el poder en vida. El ejercicio del poder en la tierra no debe ser más que una escala en el viaje a la inmortalidad, y la forma que garantiza la inmortalidad es con lo que ellos se imaginan será el eterno culto a sus personas. El poder sin gloria imperecedera no es poder. Se tiene y retiene el poder para apoderarse de la gloria y monopolizarla más allá de la vida. Este anhelo de inmortalidad ha demostrado una y otra vez ser baladí. Con algunas muy puntuales excepciones, el culto a la personalidad ha sido casi tan efímero como las vidas de quienes lo protagonizaron y la adulación parece destinada a prolongarse sólo un trecho más allá de sus muertes. Para Hitler y los tiranos que acabaron sus días en la más abyecta derrota la adoración termina de inmediato, dando lugar a siglos de denuestos. Pero para los tiranos que acaban cómodamente sus días en sus camas y aun gozando de la esplendor del poder absoluto las cosas no han ido mucho mejor.
Otra forma en la que los grandes líderes narcisistas han pretendido trascender a la muerte es mediante la perpetuación del mito revolucionario y la consecución de la utopía política que ellos encarnaron. No es casual que los cultos a la personalidad más monstruosos se hayan dado precisamente en regímenes que fueron consecuencia de una revolución y que pretendían la instalación de una forma de vida utópica en la tierra. Y no solo porque, como decía la historiadora Barbara Tuchman, "toda revolución exitosa se pone con en el tiempo las ropas del tirano que ha depuesto". Cierto que desde tiempos antiguos ha habido revoluciones. Platón y Aristóteles hablaron de los cambios de gobierno que sucedieron en las ciudades estado griegas y jónicas, sobre todo en la denominada edad de los tiranos, y analizaron las transformaciones que sufren los regímenes cuando pasaban de aristocracias y tiranías a democracias, y viceversa. La República Romana fue fundada como resultado de una revolución contra los reyes etruscos, y fue en el Renacimiento cuando los italianos acuñaron el término "revolución" referido a la idea de súbito giro del destino esperado por los astrólogos en determinadas conjunciones en la rotación de los planetas, para designar a un cambio súbito y la mayor parte de las veces violento de gobierno. Hobbes y el Conde de Clarendon designaron como revoluciones tanto al movimiento encabezado por Oliver Cromwell que llevó a Inglaterra a vivir el período de la Commonwealth, como a la revuelta que provocó el fin de la casa de los Estuardo y consolidó definitivamente el poder del Parlamento en 1688. Sin embargo, en estas nociones de revolución nada había de permanente o progresivo. Solo se trataba de hombres que arrebataban a otros hombres el poder.
El concepto de Revolución, con mayúscula, percibido como camino al Estado omnipotente como utopía y basada en una inconmensurable fe en el progreso de los hombres, es producto de la Ilustración La Revolución Francesa fue la primera en la historia que pretendió la construcción de una nueva sociedad y de un hombre nuevo. Pero de la euforia de los Estados Generales, la declaración de los derechos humanos, la instauración de la república, el culto a la diosa razón y las alegorías de libertad igualdad y fraternidad se desembocó en el terror, el termidor y la dictadura (y culto) de Napoleón. Francia experimentó el primer fiasco revolucionario, en el sentido que un trascendente movimiento histórico concebido como el principio de una Edad de Oro terminó en un campo de guillotinas.
Fue Carlos Marx quien entronizó a la Revolución en su sentido actual. En el Manifiesto del Partido Comunista él y Engels establecieron que, en la evolución de la sociedad, la burguesía, la clase dominante en la sociedad capitalista, había obtenido el poder mediante la violencia en la Revolución Francesa y que a su debido tiempo esta clase sería derrotada de la misma manera por una revolución social que marcaría el comienzo de la "dictadura del proletariado". Libres de la explotación de sus amos capitalistas, los trabajadores podrían desarrollar un nuevo sistema de producción, más justo, que estuviera a su servicio. La revolución proletaria daría lugar entonces a la genuina utopía.
Desde entonces y durante casi la totalidad del siglo XX la concepción utópica y la idea de transformación permanente de la "Revolución" fue la que prevaleció. Marginada quedó la noción de la revolución como simple cambio de gobierno o como la transformación de un régimen que no condujera directamente a la supresión de las clases. De tal suerte, solo podían ser consideradas "Revoluciones" como la rusa, la china y la cubana. Sin embargo, la experiencia histórica demuestra que mientras las revoluciones utopistas inspiradas en el marxismo desembocaron en escasez, culto a la personalidad, creación de una nueva élite política y supresión de libertades, varias naciones que no experimentaron revoluciones ideologizadas o que simplemente se sometieron a un período de intensas reformas lograron la ampliación de libertades y de oportunidades, así como el crecimiento económico.
Este contrate dio lugar a una división entre los que mantenían una visión utópica de la "Revolución" y la entienden como una transición "necesaria" rumbo al pleno desarrollo social y económico, y los escépticos que ven en las revoluciones eventos trágicos, sangrientos y, lo peor, innecesarios en la lucha por mejorar condiciones de una nación. Hoy muchísima gente no lo quiere ver, pero la realidad es que el tiempo da la razón a los escépticos. Un análisis, por superficial que sea, de la situación de las naciones que fueron "salvadas" por revoluciones utopistas (y aquí incluiría junto a las de inspiración marxista a las que impusieron estados teocráticos, como en Irán), nos demuestra que la "Madre Revolución" no es lo que prometía.
Una muy buena parte de la humanidad ha llegado a la conclusión de que imaginar una sociedad dominada por un Estado sin contradicciones fundamentales, sin explotadores y explotados, sin distorsiones, acondicionamientos e injusticias resulta pueril y en el orden práctico y político propicia imposición, dictadura, y el crimen perpetrado contra muchos a nombre de todos y el endiosamiento de mesiánicos delirantes. Afirmar esto no implica la aceptación de la injusticia. Se debe luchar por un orden superior, pero a sabiendas de que la perfección y el absoluto no son humanos. Los utopistas, padres involuntarios de los regímenes totalitarios, se interesan por ver al hombre como ellos creen que puede ser y no como es en la realidad. La utopía, sueño de la razón, calculó geometrías sociales perfectas y descartó al sujeto social con todo y su poder de contradicción interna y sus inclinaciones thanáticas y destructivas, ambas inherentes a la naturaleza humana. Imaginó sociedades perfectas, dichosas e inalterables, que armonizarían alegremente razón pública y razón de Estado, moral colectiva y moral individual, razón y felicidad, obediencia y libre albedrío, sabiduría e inocencia.
La utopía construye la felicidad general como si se tratase de un edificio cuyos ladrillos serían los individuos, todos iguales y moldeables, dispuestos, fraternales y sumisos al sagrado objetivo superior del bien común. De las utopías hasta de Tomas Moro, fundamentada en la virtud de la razón o en la razón virtuosa; de Campanella, concebida como la conversión de la ciudad celeste en la ciudad terrena; de Bacon, inspirada, como lo expone uno de los sacerdotes de la Casa de Salomón en el objetivo de conocer las causas y secretas nociones de las cosas y el engrandecimiento de los límites de la mente humana para la realización de todos las cosas posibles; y, desde luego, la marxista y su paraíso de los trabajadores, se llegó al Gulag, a las espantosas fantasías de la Revolución Cultural China, a dictaduras tan asfixiantes e implacables como la de Corea y la de Cuba (alimentadas solamente a base de sus propias mentiras) o tan sanguinarias como la del Khemer Rouge.
En nombre de la utopía la Revolución Francesa desató al terror. En nombre de la utopía la en la Unión Soviética se internaba a los disidentes en hospitales psiquiátricos. En nombre del "espíritu de la Revolución" un antiguo humanista utópico, como lo fue Saint Just (mano ejecutora de Robespierre) envió al patíbulo a centenares de inocentes. No estaba muy lejos de ese delirio el "Che" Guevara cuando escribió en su diario que "convertirse en revolucionario es ascender el escalón más alto de la especie humana".
Hölderling afirmó que "cuando el hombre quiso hacer del Estado un paraíso, hizo de él un infierno". El infierno está detrás de la utopía revolucionaria, tal como detrás del ángel esta la bestia, como solía decir Pascal. Ninguna salvación pude ser obligatoria ni ningún orden de justicia y fraternidad puede fundarse sobre el sacrificio de muchos en aras de todos, ni sobre la idea de que la causa social está por encima de los valores últimos. Si el solipsismo contemporáneo conduce al caos y a la injusticia que representa la capa de los privilegiados, la utopía de igualdad a base de la nivelación por abajo sólo se obtiene con métodos atroces y trabajo forzado. La Revolución con mayúscula solo ha sido fuente de atroces injusticias y el campo más fértil para que líderes alocados se consagren con frenesí a su endiosamiento personal, por eso habría que abandonar, para, bien los mitos utopistas, entender de una buena vez que solo es posible avanzar teniendo como fundamento la comprensión fenomenológica de lo que el hombre realmente es, y no de obcecándose en tolerar un raudal de ominosas mentiras.
"La historia del mundo no es sino la biografía de los grandes hombres", afirmó Thomas Carlyle, ese poeta que no se cansó de cantarle a los héroes. Y héroes los ha habido, desde luego, pero los dictadores que juegan a ser superhombres providenciales y más tarde sueñan con ser dioses nunca dejan de ser juzgados por la memoria crítica de los pueblos a los que avasallaron. Suelen terminar como un grotesco amasijo de futilidad, sordidez y locura.