
Uno de los experimentos políticos más interesantes del siglo XX fue la instauración en Francia de la llamada V República, andamiaje institucional que, como lo señalara Maurice Duverger (su principal exégeta), estaba diseñado "para combinar la virtudes del sistema presidencial con los aciertos del régimen parlamentario." Sin embargo, y como sucede, a fin de cuentas, con todos los sistemas políticos, la buena marcha del semipresidencialismo en mucho depende de la calidad de los dirigentes responsables de conducirlo. Por mucho tiempo no le faltó a Francia buena fortuna en eso de tener políticos de altura. La historia de la V República Francesa está llena de colosales duelos entre estadistas de gran talla política e histórica. En las elecciones presidenciales francesas han competido personajes como Charles De Gaulle, Francois Mitterrand, Lionel Jospin, Valery Giscard d'Estaing, George Pompidou. Incluso Jacques Chirac tenía cierto encanto. Lamentablemente, con el inicio del siglo XXI Francia vio reducido el nivel de sus líderes, de sus partidos y del debate público.
La primera vuelta de la elección presidencial francesa de 2002 pasará a la historia como uno de los episodios más grotescos y bochornosos en la historia política contemporánea de Europa. Una nación que se adora a sí misma, que se ha negado siempre a perder su complejo de superioridad y que durante siglos ha presumido de la Grandeur de su civilización permitió, por miedo y desencanto _pero también, en buena medida, por indolencia y frivolidad- que un político falaz, mediocre, ignorante y autoritario llegará a disputar la segunda vuelta. ¿Es que Francia se ha vuelto fascista? ¿De verdad la extrema derecha nacionalista está a punto de apoderarse de Europa? Ante tan desagradables acontecimientos, es fundamental no perder la objetividad. Los éxitos de la extrema derecha en el viejo continente se deben más a un fenómeno que algunos observadores han bautizado como el "hartazgo democrático" que a un verdadero renacimiento de las ideologías del odio y la intolerancia, aunque hay que reconocer que algunos sectores manifiestan una auténtica paranoia ante el crecimiento en el número de inmigrantes. Este hartazgo democrático tiene mucho que ver con la pérdida de identidad de las principales opciones protagonistas de la pugna electoral, la cual amenaza incluso con convertirse en signo del extravío del cuerpo político por excelencia: la Nación. Los electores se hartan de la democracia cuando la única consecuencia tangible del proceso electoral es la eventual alternancia en el gobierno de los miembros de la misma clase, o "casta", como la llaman por ahí. La elección se convierte en un evento sólo decisivo para la élite en el poder, pero irrelevante para el resto de la ciudadanía: puro intercambio de etiquetas y posiciones en el seno de la clase dirigente. Así, dejan de cumplir la función legitimadora que hasta ahora ejercían a causa del aumento progresivo de la abstención, la apatía y de la futilidad del debate político.
Las elecciones se han convertido en una contienda inane que pone aún más de relieve la vacuidad del discurso, el bajísimo rasero de los enfrentamientos ideológicos reducidos a luchas personales por el poder y que, con carácter más general, subrayan el cretinismo doctrinal y programático dominante. Estamos antes una clase política – y no sólo la francesa- sin ideas y sin coraje, obnubilada por sus rivalidades de pesebre, incapaz de proponer respuestas válidas a las perplejidades y a los conflictos del siglo XXI.
Jean Marie Le Pen en 2002, como lo hace ahora su hija Marine, no ofrece ninguna solución plausible a sus votantes, ni se encuentra tras el ningún entramado ideológico. Fundamentalmente, quienes han tenido el mal gusto de votarles sólo protestan, y lo mismo puede decirse del de ciudadanos que decidieron sufragar en esa oportunidad (y desde entonces) por los partidos trotskistas, y otras expresiones marginales. Para ellos, el Frente Nacional y el resto de los partidos extremistas son un instrumento de provocación que les permite lanzar un mensaje que oscila entre el desprecio y la impotencia.
Pero no todo lo explica el voto de protesta. La primera vuelta de la elección presidencial de 2002 puso a la luz la existencia de dos Francias: una, la de la elevada civilización, los grandes monumentos, las sofisticadas elucubraciones ideológicas y el buen gusto del joie de vivre. La otra, la de un pueblo cerrado sobre sí mismo y refractario a toda idea de diálogo multicultural. Dicho de otra manera, ha quedado en evidencia que debajo de la amada cultura francesa, una gran mayoría de sus nativos rechazan a los que no son como ellos, o sea, al "otro". Otro que, para no caer en demagogias baratas, hay que admitir que no es fácil de sobrellevar, pero al que no han sabido ni querido comprender y asimilar. Jean-Marie Le Pen, su hija Marine (a quien heredó el mando del Frente Nacional y con quien ya está peleado a muerte) y todos los partidos xenófobos europeos es el símbolo de esta dolencia y encarnan la respuesta a un tipo de inmigración a la que se vincula con el aumento de la desocupación y la inseguridad.
Jean-Marie Le Pen fue votado en 2002 por numerosos grupos de clases medias, clientela tradicional de la derecha, pero también, y muy en especial, por los jóvenes de los sectores populares y por los habitantes de las antiguas regiones obreras gracias a que supo construir un discurso que suministra una respuesta única y simplona a amenazas como la desocupación, el declinar de la clase obrera, la inseguridad pública y la crisis de los pequeños comerciantes. Le Pen describió a su electorado como "Todos los que vienen soportando desde hace veinte años todos los errores y las malversaciones de los políticos [...], los obreros y obreras de todas esas industrias arruinadas por el euromundialismo de Maastricht", a los "agricultores, los jubilados miserables empujados a la ruina y a la desaparición" y a las "primeras víctimas de la inseguridad". Para eso receta siempre el mismo remedio: echar a los inmigrantes. Y esta es la misma clientela que le dio al Frente Nacional la proporción más alta de votos en los comicios para elegir a los representantes de Francia en el Parlamento Europeo en 2014.

Le Pen padre siempre se negó reciclar a su partido para disfrazarlo como opciones conservadoras más moderadas, tal como hicieron otras derechas extremas de Europa y como pretende hacerlo ahora su hija Marine (causa, precisamente, de sus grotescas desavenencias). El Frente Nacional de papá Jean Marie era una fuerza radicalmente antisistema que está contra todo, incluso del curso de la historia. Paracaidista fallido en la guerra de independencia de Vietnam, pasó después por Suez y recaló en Argelia. De allí han quedado en la memoria sus dichos en apoyo de la tortura. En 1956, a los veintisiete años (en momentos en que Francia vivía una profunda crisis interna incrementada por los fracasos de Indochina y Argelia), se convirtió en el diputado más joven de la IV República por el partido de Pierre Poujade, un antecedente minimalista y declaradamente antisemita del actual Frente Nacional, que planteaba reorganizar el Estado sobre la base de la representación corporativa de los intereses y que tenía como modelo a los Estados Generales de Luis XIV y, sin decirlo, al régimen de Vichy. Tampoco allí dejó un recuerdo demasiado satisfactorio y el propio Poujade lo definió siempre como alguien "que no tiene ninguna moral, ninguna conciencia, ningún escrúpulo".
Sin embargo, todos estos antecedentes no explicaron por si mismos el éxito electoral de Le Pen padre y su clasificación al balotaje. Debe mencionarse también la crisis de la izquierda, convertida en la víctima principal del descrédito de la política y que sigue aún sin ser capaz de articular un discurso que ilusione a los electores. Vistas las cifras "macro", la administración de cinco años del primer ministro Jospin presentaba en 2002 estupendos resultados: la economía creció en promedio 2.8% al año (comparando favorablemente con los promedios presentados en el mismo período por Gran Bretaña, Alemania e Italia, por ejemplo), los impuestos se redujeron, la introducción de la semana laboral de 35 horas había flexibilizado al mercado laboral (o, por lo menos, esa sensación daba en aquel momento), el desempleo iba a la baja y los servicios públicos franceses estaban considerados como de los mejores del mundo. Pero el gobierno de Jospin fue incapaz de inspirar la imaginación de los franceses, de crear nuevas esperanzas y, sobre todo, no pudo enfrentar los problemas de la inseguridad y de la inmigración. Privada de una profunda reflexión sobre este tipo de cuestiones, la izquierda navegó entre un discurso virtuoso y prácticas que lo eran mucho menos. El problema nodal de la izquierda socialdemócrata europea es que no sabe cómo encontrarle la cuadratura al círculo de reconciliar el pragmatismo que demanda la Realpolitik y la búsqueda de la transformación social.
En 2002 salió reelecto Jacques Chirac con el 82 por ciento de los votos en la segunda vuelta. La Francia democrática y civilizada se puso en marcha para cerrarle el paso al impresentable de Le Pen. Los franceses le perdonaron a Chirac un gris primer mandato, el cual terminaba incluso en medio de escándalos de corrupción. El segundo no iría mejor, y eso que Chirac gobernaría, ahora sí, con primeros ministros de su partido, una vez recuperada para la derecha la mayoría parlamentaria. Pero el avance del Frente Nacional en las urnas había servido para agitar la conciencia política de la sociedad francesa, que tras la primera vuelta se echó las manos a la cabeza al comprobar que su indiferencia ante las urnas colocó al Frente Nacional a las puertas del Elíseo. "Saludo a Francia, fiel a sí misma, a sus grandes ideales, a su vocación universal y humanista" y que "como siempre en los momentos difíciles sabe reencontrarse en lo esencial", afirmó entonces Chirac poco después de saber que iba a ser el ganador. Pero como lo dijo entonces el politólogo Alain Duhamel, una sociedad política se acaba de destruir, tendría que construirse otra "y no va a ser fácil ser el arquitecto." ¡Vaya voz de profeta!

El segundo mandato de Chirac fue bastante mediocre, con estancamiento económico e incrementos en las tensiones sociales. Solo le salvó su gallarda postura en el plano internacional al negarse a colaborar con la invasión de Bush Jr. a Irak. En las elecciones presidenciales de 2007 salió electo Nicolás Sarkozy, quien mucho entusiasmo a electorado francés con un discurso transformador que prometía liberalizar y agilizar la economía francesa, tan afectada por un obsoleto dirigismo estatista. "Soy de derecha, pero no soy conservador", decía Sarkozy cuando se presentaba como un liberal modernizador y hablaba de adelantarse a los tiempos y dejar atrás viejos clichés nacionalistas para devolver a Francia a la productividad y a la plena competencia internacional. Pero su gobierno estuvo plagado de vacilaciones y retrocesos, además de una palmaria vulgaridad. Sarkozy se convirtió en el mandatario más impopular desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Aun así pretendió reelegirse en los comicios de 2012. Enfrentaría en las urnas al socialista Francois Hollande, un típico "burócrata de partido" sin ninguna experiencia gubernamental ejecutiva (más allá de haber sido alcalde del Tulle, un pueblito), nada carismático y cuya principal virtud, al parecer, era no llamarse Nicolás Sarkozy. El presidente pretendió sacar el triunfo recurriendo a una retórica ultraconservadora y xenófoba. Habló, en su desesperación, de sacar a Francia del tratado de Schengen (que permite la libre circulación de personas en Europa), de someter a referéndum los recortes de los derechos de los inmigrantes y los desempleados y de proteccionismo comercial. A toda esta retórica nacionalista y xenófoba le vino como anillo al dedo la lamentable matanza de Toulouse perpetrada por un islamista radical durante la campaña, que le permitió al presidente explotar su imagen de "protector" y de líder decidido, único capaz de enfrentar las amenazas del terrorismo.
Por su lado, el anodino candidato socialista Francois Hollande logró imponerse en las primarias de su partido esgrimiendo como una de sus principales virtudes precisamente su anticarisma, convertido en ventaja después de que Francia ha padecido un quinquenio de un algún líder percibido como excesivamente protagónico. Hollande se comprometió a apegarse, de ser electo, a un estilo presidencial opuesto al de Sarkozy. Bautizado como monsieur normalité por los medios, Hollande ofrecía una vuelta a la "normalidad", desterrando protagonismos frívolos. "Reivindico una sencillez que no es represión, sino marca de la auténtica autoridad", dijo. Los socialistas tienen larguísima temporada de estar fuera del poder. El último presidente socialista, Mitterrand, había abandonado el cargo en 1995. La intensa crisis que padece la socialdemocracia europea ha sido particularmente severa con los socialistas galos. Por eso Hollande también se decidió por un claro giro a la izquierda en el discurso. "¡El cambio es ahora! Movilicémonos, unámonos, y haremos ganar a la izquierda". El aspirante socialista señaló al mundo de las finanzas como "el verdadero enemigo" como ese sistema que "no tiene nombre ni cara, no será jamás candidato y no será elegido, y sin embargo, gobierna". Muchos socialistas pensaban, quizá, que esta era la última oportunidad del Partido Socialista de recuperar la presidencia y por eso decidieron echar toda la carne al asador. Creían que una vuelta "a los orígenes" (aunque sea solo a nivel retórico) mucho les podía ayudar.
Pero más allá de las cuestiones de personalidad y estilo, quien ganase estas elecciones estaba destinado a enfrentar una delicadísima situación económica y social, y tanto Sarkozy como Hollande presentaban propuestas demasiado timoratas para afrontar tan acuciante crisis. Y es que, en el fondo, los franceses poco quieren saber de reformas a fondo. Sarkozy había anunció una batería de reformas como las que hizo en Alemania el ex canciller Gerhard Schroeder y gracias a las cuales la "locomotora de Europa germana" recuperó dinamismo económico y competitividad, pero la idea no tuvo ninguna repercusión electoral. Por eso el presidente se olvidó de las reformas y viró con fuerza al populismo. Francia padece una incontrolable estatolatría. La nación gala invierte el 56% de su PIB en financiar su administración. Tanto Sarkozy como Hollande presentaron programas para equilibrar los presupuestos en unos cuantos años, sobre todo, a base de incrementar impuestos, pero de recortes se hablaba poco. Además, un sector muy numeroso de la población, tanto a la izquierda como a la derecha del espectro político ven a su país como una "víctima de la mundialización" y abominan al capitalismo. Po eso es que los candidatos se refugiaron, a final del día, en el nacionalismo, que tan caro le es a los orgullosos electores franceses. Hollande subrayaba que Francia debe ser "dueña de su destino", y proponía renegociar el tratado europeo que promovieron en 2012 Sarkozy y Merkel para salvar al maltrecho euro. Esta fue la primera elección como candidata de presidencial del Frente Nacional de Marine Le Pen, que proponía sacar a Francia del euro, "reindustrializar" el país y acabar con la "invasión islámica". A la extrema izquierda, y ganando puntos todos los días, Jean-Luc Mélenchon pensaba que todavía es posible la jubilación universal a los 60 años, subir el salario mínimo hasta en un 20% y limitar el sueldo máximo que puede ganar un francés a 360,000 euros anuales. El único que habla de acotar al obeso estado francés es el centrista François Bayrou, que sugiere un recorte de 50,000 millones de euros. Consecuencia: no tenía ni la más remota posibilidad de pasar a la segunda vuelta.

Los desafíos presupuestales no eran el único problema. La balanza comercial presentaba un déficit de 70,000 millones de euros, las exportaciones iban a la baja en casi todos los rubros, el desempleo acechaba el 10% y la competitividad de la nación va en tobogán a la baja. La deuda pública representa el 90% del PIB. Todos los elementos para un desastre estaban a la vista. Y no solo es la economía. La situación social de Francia empezaba a ser escandalosa: a los cuatro millones de parados había que sumar 10 millones de subempleados y las inequidades se agudizaron en los años del gobierno de Sarkozy. La disparidad de ingresos llegó a niveles intolerables. La explosividad social se dejó sentir con la rebelión en las banlieues (los suburbios) de 2011. Este descontento dio lugar a que las opciones extremas a la izquierda y derecha ganaran peso. Ya en esta elección el xenófobo Frente Nacional fue la opción predilecta entre los jóvenes franceses entre 18 y 24 años. La demagogia lepeniana repitió las sobadas fórmulas del nacionalismo a ultranza: abandonar el Euro, renegociar "todos los tratados europeos para recuperar la soberanía nacional", prohibir la discriminación positiva que protege a las minorías; restablecer la pena de muerte, cosas como estas son los estandartes de la mujer que marcha tercera en los sondeos.
El drama de las democracias actuales es que la inmensa mayoría de la gente vota con las vísceras y no con la razón. Decir las crudas verdades en campaña solo puede acarrear impopularidad. Mucho exigimos propuestas completas y precisas, pero cuando un candidato honesto se arriesga a presentarlas con todos los pros y contras, los electores se alejan de él. En Francia, Hollande al principio pensaba que bastaría con la impopularidad de Sarkozy para hacer de la elección un paseo triunfal de los socialistas en su retorno al poder, un poco como lo había hecho Mariano Rajoy en las elecciones generales españolas de 2011 en las que el que venció a Rubalcaba, pero el entonces presidente francés siempre ha sido, sobre a todos sus defectos, un rudo luchador que no se da por vencido. La imagen de líder decidido o protector y la demagogia nacionalista le ayudaron mucho hacia el cierre de la campaña a recuperar puntos y volver a ser competitivo. Por eso Hollande le entró de lleno a las grandes promesas: ¡Impuesto hasta del 75% sobre las rentas más altas! LSE instaló una feria de palabras vacuas, como en toda buena campaña electoral. Pero sucede que en una democracia en la que se abusa de la demagogia, de las promesas que nunca se concretan, de las sobre expectativas, del marketing y de las maniobras para desacreditar al adversario, un sector creciente de los electores empieza a hartarse.
Francois Hollande ganó el lance electoral de 2012 al ganar el 51.64 por ciento de los votos en la segunda vuelta, frente al 48.36 por ciento de su rival. Muy pronto su gobierno empezaría a hacer agua. Ningún presidente de la otrora gloriosa V República Francesa ha llegado a niveles tan bajos de popularidad, ni siquiera el despreciado Sarkozy, que e tan mal que va la cosa ya incluso sueña con un regreso triunfal al Eliseo, y eso que ha debido lidiar con acusaciones serias de corrupción. Pero lo más grave es que el descrédito de la democracia francesa y sus instituciones dieron lugar a un oprobio aun mayor que el arribo de papá Le Pen a la segunda vuelta electoral de 2002: el triunfo del Frente Nacional en las elecciones europeas de 2014. Hoy Marine Le Pen encabeza algunas encuestas rumbo a las presidenciales de 2017, y el brioso espíritu republicano que le cerró el pasó a su adorable progenitor en 2002 no se ve todavía por ningún lado.
