Una vez consolidados en el poder, los populistas autoritarios son huesos muy duros de roer y desbancarlos por la vía de las urnas es extremadamente difícil, incluso aunque las condiciones políticas y económicas los tengan entre la espada y la pared. Este es el caso del presidente de Turquía Recep Tayyip Erdogan, quien acaba de enfrentar la primera vuelta electoral en busca de una nueva reelección con su país enfrentando una severa crisis económica y con su gestión de los catastróficos terremotos de febrero (más de cincuenta mil muertes) ampliamente criticada. A pesar de todo esto, y de haber exhibido durante meses una desventaja ante su principal rival en las encuestas de hasta cinco puntos porcentuales, el presidente apenas quedo por debajo bajo del 50 por ciento de la votación y aunque deberá enfrentar una segunda vuelta el día 28 de mayo muy poco permite pensar en su derrota.
Erdogan ha aplicado muy puntualmente el manual del populista, convirtiendo al sistema político turco en un régimen hiperpresidencialista donde se ha diluido la división de poderes y los jueces del Consejo Electoral Supremo son incondicionales del partido en el gobierno. Se ha erosionado el imperio de la ley, limitado notablemente el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales y el presidente dispone a placer de los recursos estatales para desarrollar redes clientelares y limitar las voces disidentes tanto en el ámbito mediático como en el político. Un sistema de apoyos sociales canalizado no por instituciones estatales sino por organizaciones pararreligiosas y personalidades afines al partido gobernante ha diluido el concepto de derechos sociales asociado a las obligaciones naturales del Estado para fomentar clientelismo y favoritismo. También Erdogan ha impulsado a una nueva e incondicional (a él) élite económica mediante concesiones millonarias en la construcción indiscriminada de desarrollos inmobiliarios y de grandes obras de infraestructura, la cual quedó evidenciada por los sismos.
La oposición, después de dos décadas de transitar por el desierto, empezó a despertar y en ella (por fin) se impuso una tendencia a la unidad tras mucho tiempo de fragmentación. La primera fuerza opositora (el Partido Republicano del Pueblo) y otras cinco formaciones postularon a un único candidato a la presidencia: el honesto, pero poco carismático, Kemal Kiliçdaroglu. En diciembre pasado la autoridad electoral impidió arbitrariamente la inscripción como candidato del popular alcalde de Estambul, Ekrem Imamoglu. Lo más llamativo de este bloque es uso de un tono conciliador y cercano con la gente, contrastante con el discurso polarizador y del miedo de Erdogan. Se pretende, con ello, recuperar parte del voto rural y popular evitando una confrontación directa con el presidente. De hecho, esta estrategia empezó a ser exitosa desde 2019, cuando la oposición obtuvo importantes triunfos en los comicios municipales.
Sin embargo, en la elección del pasado domingo la oposición no pudo garantizar la seguridad del proceso electoral. Tuvo muchas dificultades en el control y seguimiento de las boletas hasta el recuento final. También se verificaron infinidad de problemas en la inscripción de cientos de miles de votantes desplazados tras el terremoto, los cuales no tienen el ánimo muy a favor del presidente. Estos factores, aunados al dominio del aparato estatal por parte del partido en el gobierno, tienen a Erdogan a punto de conseguir un nuevo refrendo y, quizá, como afirma la periodista turca Ece Temelkuran, si ello sucede "El país se volverá, ahora sí, inhabitable no solo para los desobedientes como yo sino para cualquiera lo suficientemente insumiso".
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna Hombres Fuertes y en El Economista
17 de mayo de 2023
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