La antipolítica estalló con toda su fuerza en Argentina con la llamada "crisis del corralito" de 2001. Se plasmó, contundente, en la célebre consigna "¡Que se vayan todos!", la cual hizo tambalear la capacidad de representación de los partidos políticos. La movilización ciudadana le costó la presidencia a Fernando de la Rúa. Se esperaba el advenimiento de toda una revolución ciudadana", pero durante los primeros años del kirchnerismo la antipolítica se mantuvo contenida (aunque nunca desapareció del todo) gracias al incremento en los precios de las materias primas. Con ello, Néstor pudo incrementar salarios y subsidios. Sin embargo, como sucede siempre con los gobiernos reacios a emprender reformas a fondo y a tomar decisiones difíciles, la bonanza fue efímera. Muy pronto vendría el desastroso fin del período presidencial de Cristina, el fracaso de Macri y, finalmente, la actual debacle de Alberto Fernández. Hoy la antipolítica se consolida con enorme fuerza e incluso ahora cuenta con un factor el cual antes carecía: un campeón, en la persona de histriónico y excéntrico economista ultraliberal Javier Melei.
Explotar las pulsiones ciudadanas adversas a la "casta de los políticos" es un recurso esencial de los populismos. Aprovechan una de las grandes paradojas de las democracias liberales: la burocratización de los dirigentes, acompañada de una serie de privilegios. Desde luego, este es un problema real. El abuso propagandístico de los términos de la antipólitica por parte de ciertos no debe ocultarnos que no constituye meramente una manipulación, pero muchas veces quienes se suelen montar en la denuncia de las "castas políticas" no lo hacen para mejorar la sociedad, sino para anular definitivamente la mediación política y legitimar el ejercicio descarnado de una dominación autoritaria. Expresiones como "los políticos son todos iguales" han avanzado y permeado el sentido común de las distintas franjas sociales, convirtiéndose en uno de los rostros del lenguaje político contemporáneo. La degradación de la política y las ideologías prosperan donde declinan las nociones fundamentales del bien común. Vivimos una época donde la capacidad de los argumentos políticos se desvanece en el aire, las fronteras entre la verdad y la mentira se diluyen y el fantasma de la antipolítica acecha. Solo con la aplicación eficaz y no clientelar de políticas públicas dirigidas a reducir las desigualdades y con el fortalecimiento de instituciones genuinamente democráticas capaces de generar ciudadanía se combate con eficacia al populismo y a los atajos autoritarios
La denuncia contra la "casta política" ha surgido de nuevo con fuerza en Argentina ante el derroche de prebendas y la corrupción galopante de los funcionarios políticos en medio de una pavorosa crisis económica. Pero al contrario de lo sucedido durante el primer Kirchnerato, ahora la coyuntura internacional no ofrece, a la vista, ningún paliativo redentor. El peronismo ha quedado desnudo, de nuevo evidenciado como sinónimo de fracaso y de decadencia nacional. Los dieciséis años de hegemonía de los Kirchner dejan una Argentina devastada por la pobreza, la violencia, la crisis, el empobrecimiento, la inseguridad y la corrupción. Los peronistas mintieron, pero nadie se sorprenda, poque lo hicieron usando el mismo relato de siempre y exhibiendo sus eternos rasgos distintivos: corrupción, ineficacia, cinismo y una feroz vulgaridad intelectual. No hay una sola variable donde Argentina no muestre su decadencia. El más grave es el incremento de la pobreza. El 39.2 por ciento de a población es pobre según el dato publicado esta semana por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Es escalofriante porque reafirma una tendencia al alza y porque con la tremenda inflación solo se puede esperar nuevos incrementos. El populismo argentino es una fábrica de pobreza.
Por todo esto en Argentina se dan las condiciones para propiciar el crecimiento de una opción antipolítica disruptiva: una crisis recesiva e inflacionaria, la pauperización de importantes fracciones que se auto perciben como clases medias, el divorcio de los dirigentes políticos con la realidad. Surge con éxito un candidato estrambótico como Javier Milei, quien encarna una respuesta radical contra las elites dirigentes, entre las que destaca con una mayor cuota de responsabilidad el kirchnerismo. El de Milei es un discurso ultraliberal dirigido específicamente contra la visión hipertrófica del Estado. Recurre a un método que rara vez tiene éxito, salvo en épocas de profunda zozobra: la provocación, la cual se nutre tanto de las adhesiones como de las impugnaciones. Así sucede con todos los populistas, toda réplica o condena al provocador opera como una confirmación de su posición: "¿Ven? reaccionan porque son parte del problema, se dan por aludidos, se sienten amenazados", nos dicen siempre, y eso justamente hace Milei. Quienes se desfogan con impugnaciones y anatemas son funcionales a las campañas de los populistas fundadas los anatemas, salidas de tono y descalificaciones. Lo vemos en México todos los días con AMLO.
Por supuesto, abundan los argumentos para dudar de la solidez del proyecto político de Milei. Se trata de una alternativa centrada en su excéntrica personalidad y en el voto de protesta, pero no olvidar que lo mismo pasó con Trump, Duterte y Bosonaro. Según los especialistas, el de Milei es un partido "de causa única", al cual le falta desarrollar propuestas e incorporar expertise en otras áreas del Estado más allá del ultraliberalismo. Otros los describen como un mero fragmentador del frente opositor, cuya cohesión es necesaria para frenar el proyecto hegemónico kirchnerista. Como sucede con todas las opciones de protesta en algún momento este locuaz candidato deberá dejar de lado la provocación para asumir una posición de responsabilidad. Pero estas solo son suposiciones. No debe menospreciarse la ingente indignación de los ciudadanos ante su muy devaluada de la clase política, sustancial para captar la súbita adhesión de los sectores fervorosamente hartos. La virulencia de su denuncia contra culpables de cómoda identificación (los "políticos ladrones), entusiasma a millones de jóvenes prematuramente descreídos y abrumados por la caravana de fracasos de sus gobernantes a uno y otro lado del panorama. Es cierto: con su ultraliberalismo, muy de la escuela austriaca, Milei solo envuelve en celofanes nuevos ideas ya viejas, pero al hacerlo expresa no una opción de populismo estatista y mesiánico sino una curiosa versión del liberalismo extremo como canal contestatario. Y las encuestas lo ponen como el dirigente político más votado en las próximas elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO), con un 20 por ciento de las preferencias (a nivel individual). Y a la pregunta: ¿cree que el país necesita un cambio radical? El 60 por ciento dice: Sí
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en Etcétera
29 abril 2023
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