Lo inaudito está ocurriendo en China, donde en decenas de ciudades se han verificado protestas contra las draconianas medidas anti-coronavirus. Centenares de valientes (se necesita serlo para protestar en China) han tomado las calles para exhibir su hartazgo y pedir el fin de las restricciones al grito de "¡Queremos libertad!", "¡Abran China!" y "Levántense quienes se nieguen a ser esclavos".
Incluso los más osados exigen la dimisión del presidente Xi Jinping. El detonante de estas movilizaciones ha sido una serie de graves incidentes, desde el trágico vuelco de un autobús hasta el grave incendio de un bloque de viviendas. Todas estas manifestaciones son muy raras en un país donde las muestras de disenso públicas suelen pagarse caro. Solo recuérdese la matanza en Tienanmen de 1989. De hecho, ya se ha iniciado una feroz represión y las protestas, seguramente, se extinguirán muy pronto.
Xi apostó un enorme capital político en la llamada estrategia de "Covid cero" porque quería evitar avergonzar a su orgulloso gobierno ante el mundo, pero tanta intransigencia y vanidad han tenido un costo creciente. El dictador se niega a permitirle a la población convivir con la pandemia tal y como lo ha hecho casi todo el resto del mundo. Quizá es porque no puede. China presume de ser una gran potencia, pero su sistema de salud es aún feble. La efectividad de las vacunas chinas está por debajo del 50 por ciento y son todavía más ineficaces frente a variantes como la ómicron. Por eso se verifican récords de contagio a diario.
Las protestas suponen un duro golpe a la autoridad de Xi cuando apenas hace unas semanas había renovado por cinco años más su mandato. Se trata de una inapelable advertencia contra la arrogancia con la cual ha guiado sus últimas decisiones. Es cierto, mientras tenga a la élite del Partido Comunista y al ejército de su lado el presidente no enfrentará ningún riesgo significativo. Pero para implementar exitosamente su proyecto ideológico de "socialismo con características chinas" y para asegurar un mayor y más estable crecimiento económico requerirá de la cooperación de cientos de millones de trabajadores, empresarios y profesionales cuya motivación es el interés propio, no la lealtad al líder o al partido.
Xi merece enfrentar en su nuevo mandato la paradoja de ser el líder chino con más poder desde Mao, pero ser incapaz de aplicar sus políticas pretendidamente destinadas a convertir a China en la principal potencia mundial. La creciente desconfianza y descontento público podrían contener las semillas de una futura transformación política. Si el presidente se niega a cambiar de rumbo solo conseguirá enfrentar una grave crisis de legitimidad. Su popularidad va a la baja mientras, en las sombras, aumenta el resentimiento entre las élites del Partido Comunista.
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en El Economista y en ContraRéplica
30 Nov 2022
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