En todo el mundo la gente se queja de una supuesta "falta de líderes" y añoran la grandeza de los gobernantes de otros tiempos. No se trata de los índices de popularidad, sino de la efectividad real de quienes ejercen actualmente el poder. Ser popular no equivale a ser un buen líder y el caso de México es prueba fehaciente de ello. La popularidad de AMLO parece incólume, sin sufrir mella pese a sus pobres resultados como presidente y pese exhibir en sus mañaneras una estulticia cada vez más inaudita. También el expresidente Duterte, de Filipinas, gozó de enorme popularidad durante todo su mandato a pesar (o quizá a causa) de ejercer un liderazgo estentóreamente pedestre, incluso superior a AMLO en este renglón.
Por doquier nos enconamos con naciones gobernadas por demagogos, timoratos, populistas, indecisos, oportunistas, ineptos y/o corruptos, quienes se quedan muy cortos ante la magnitud de los retos a enfrentar en estos tiempos tan azarosos. Muchos buscan el origen de esta supuesta escases de grandes "paladines" en la complejidad cada vez mayor de las tareas de gobierno, en la diversidad de los centros de poder, en la creciente inmediatez de la información por internet y en la influencia de las redes sociales como nuevas formas de información y participación ciudadana. Frente a esta crisis mucho se habla también de un duelo de paradigmas democráticos/autoritarios. Pero los más alarmante en esta carencia de liderazgos quizá no es la naturaleza del gobierno, sino la carencia de formación intelectual de los políticos. Ello vale tanto para las democracias como para las dictaduras.
La política mundial contemporánea está poblada por personajillos incultos, desarticulados e insustanciales quienes, en el mejor de los casos, lograron terminar estudios de especialización en algunas ramas administrativas o jurídicas, pero son carentes de genuina formación intelectual e incluso profesional. Politólogos, sociólogos y toda clase de expertos coinciden en señalar la creciente falta de preparación académica de quienes ejercen los poderes ejecutivos y los describen como profesionales de "medio pelo", en el mejor de los casos. Una fauna aún más espeluznante encontramos en la lista de gobernadores y legisladores de cualquier país del mundo. La llamada "clase política" se ha convertido en el caldo de cultivo de profesionales de partido de restringido acervo cultural. Se le exige poco a quienes nos gobiernan y representan, de hecho, cada vez menos. Los dirigentes priman la fidelidad por encima del mérito o la capacidad en el momento de elegir colaboradores o de confeccionar listas de candidatos a puestos de elección popular. No se busca calidad, sino rellenar espacios, y la gente rellena-espacios pocas veces es la mejor preparada. Por otra parte, poco ha contribuido a mejorar la calidad de los políticos la exagerada mediatización de los procesos electorales, así como su encarecimiento. Ser bonito, tener dinero, sabe mentir ("genio de la comunicación", le llaman algunos) o limitarse a ser bueno pa' la grilla supera como factores de éxito a la formación política, profesional e intelectual del candidato.
Desde luego, no basta con la especialización tecnocrática para merecer el nombre de estadista. No han sido precisamente pocos los altos funcionarios con expedientes académicos brillantes, sobre todo en el manejo de las finanzas públicas, fracasados como gobernantes. Tampoco basta con ser culto o contar con antecedentes académicos relevantes para ser buen gobernante. Muchos elementos juegan para hacer a un estadista genuino: sensibilidad, intuición, paciencia, aplomo, carácter, etc. Pero una sólida formación intelectual otorga una mayor y más amplia visión del mundo, de la historia, de los pueblos y de la vida.
Sobre el desplome de la calidad del liderazgo global acaba de aparecer el último libro del casi centenario Henry Kissinger, Leadership: Six Studies in World Strategy en donde el ex secretario de Estado analiza los casos de seis líderes clave en el mundo de la posguerra: Konrad Adenauer, Charles de Gaulle, Richard Nixon, Anwar Sadat, Lee Kuan Yew y Margaret Thatcher. Kissinger los conoció todo esto personalmente y, por supuesto, trabajó con Nixon. La respuesta a dos preguntas subyace en el fondo del libro: ¿Volveremos a ver líderes, hombres y mujeres, a la altura del desafío de sus tiempos? ¿Son los individuos de verdad tan importantes o la historia depende exclusivamente de fuerzas abstractas más allá de nuestra voluntad? La respuesta de Kissinger a la segunda pregunta es positiva: los líderes pueden no ser capaces de hacer historia como les plazca, pero pueden cambiar su dirección. ¿Habría seguido Francia siendo una fuerza vital en la era de la posguerra sin la voluntad indomable de De Gaulle y su creencia inquebrantable en la grandeza francesa? ¿O Singapur se habría convertido en un centro de la economía global sin la obsesión de Lee por cultivar el talento e institucionalizar la excelencia? Y, así, un largo etcétera. "Sin liderazgo, las instituciones se desvían y las naciones cortejan una creciente irrelevancia y, en última instancia, el desastre".
Pero la respuesta de Kissinger a la primera pregunta es inquietante. Tras el final de la Guerra Fría (el supuesto "fin de la historia") el trabajo de las élites políticas parecía ser, en esencia, consolidar la revolución Reagan-Thatcher mientras suavizaba sus bordes más duros con personajes como Blair o Clinton. Pero eso se terminó gracias al ascenso de China, a la aparición de populismos y "hombres fuertes" y al aumento de la volatilidad política. Kissinger señala la ausencia de líderes capaces de gestionar los retos del siglo XXI e identifica como causa la merma de la "alfabetización profunda" bajo una avalancha de imágenes visuales y fragmentos verbales. La primera tarea de un gran líder es el análisis: evaluar el estado de su sociedad a la luz de su historia y costumbres. Sólo si consigues distinguir entre las sustancias y las meras formas y simulacros puedes convertirte en un agente de cambio. También un verdadero estadista trabaja para inspirar a sus gobernados con una visión del futuro plausible, al contrario del demagogo, quien hace de la superficialidad, las mentiras y las apariencias las bases de sustentación de su poder.
¿y México? Desde hace muchas décadas nuestro país padece una de las clases políticas más palurdas del mundo, fenómeno agravado con el advenimiento de la dichosa 4T. Agotaría las páginas de una enciclopedia reseñar las sandeces de los políticos mexicanos. Simplemente escribir una historia de las mañaneras sería un ejercicio espeluznante y, a la vez, de bastante divertido. Sin embargo, ahí la llevamos todos felices con nuestro Peje y sus impresentables colaboradores y acólitos. Y aquí cabe la gran pregunta, tan pertinente cuando se habla de liderazgos fallidos: ¿Cada pueblo tiene el gobierno que se merece?
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en Etcétera
30 jul 22