Finalmente, Ángela Merkel dejó de ser primera ministra de Alemania y con ello quedó como nunca evidenciada la crisis que desde hace algunos años padece la centro derecha europea. La democracia cristiana, englobada como alianza continental en el Partido Popular Europeo (PPE), constituía una maquinaria electoral implacable que dominó la mayor parte de los gobiernos europeos por décadas, pero ahora, tras el relevo en el gobierno alemán, solo ocho países en están gobernados por opciones de centro derecha: Rumania, Grecia, Austria, Croacia, Eslovenia, Lituania, Letonia y Chipre. El caso británico come aparte, con los conservadores del Brexit completamente divorciados de los ideales europeístas de sus antiguos correligionarios continentales. Tenemos así que la mayoría de los países miembros de la Unión Europea están en manos de socialdemócratas, liberales o populistas de derecha, lo que obligará a los democristianos y conservadores a iniciar una travesía del desierto llena de incertidumbres y de muy imprecisa conclusión. El PPE tiene previsto celebrar un congreso la próxima primavera para pactar la renovación de su programa y definir un nuevo liderazgo. La convocatoria buscará sellar la cohesión necesaria para afrontar el final de la legislatura del Parlamento Europeo y acudir a la cita con las urnas continentales a mediados de 2024, pero con una debilitada presencia en muchos Estados miembros de la UE y un ala del partido reclamando el endurecimiento de posiciones para competir con la extrema derecha, el Congreso corre el riego de ahondar fisuras y agravar conflictos.
Mucho se ha hablado en años pasados de la crisis de la socialdemocracia y poco de la de su contraparte conservadora porque los democristianos fueron capaces de seguir ganando elecciones por algún tiempo gracias a su mejor organización interna y menor tendencia al divisionismo, pero su posición empezó a mermarse a causa, sobre todo, de dos factores: la corrupción y la crisis de la inmigración. Malversaciones y escándalos borraron del mapa a la democracia cristiana italiana a principios de los años noventa y son la principal causa del declive del gaullismo en Francia. El caso más reciente de una opción democristiana barrida por la corrupción se dio hace unos días con la dimisión del joven primer ministro austriaco Kurz, quien se apuntaba para ser el sucesor de Merkel como el principal líder conservador europeo. Por otra parte, la crisis de los migrantes despertó pulsiones xenófobas por todo el continente y dio aire a populistas de derecha como Orban, Le Pen y Salvini, capaces de arrebatar buena parte del electorado a los partidos tradicionales con un discurso de apego a los valores cristianos, al nativismo y al nacionalismo exacerbado. Algunos llaman a estos temas "valores postmaterialistas" (el ecologismo esta incluido en ellos) y están ocupando el centro de las preocupaciones en casi todos los países de Europa. Incluso en naciones poco reputadas de racistas y nacionalistas, como Suecia y Finlandia, las opciones radicales están ganando cada vez más fuerza.
La crisis de la centro derecha europea no es una buena noticia para nadie. Ya se observan peligrosas tentaciones en partidos conservadores y democristianos de radicalizar sus posturas y confluir en propuestas indistinguibles de las de la extrema derecha. Tal es el caso del Partido Popular español, el cual camina como "pollo sin cabeza" bajo la errática dirección de Pablo Casado. En Francia, en días recientes, salió victoriosa en las elecciones primarias del partido de Los Republicanos (el de la derecha tradicional francesa, heredero del gaullismo) Valérie Pécresse, presidenta de la región de Ile-de-France y la candidata más moderada, pero el proceso resaltó la gran división interna de la institución y la ausencia de un líder incontestable. A la segunda vuelta del proceso pasó el diputado Éric Ciotti, muy derechista y con propuestas no lejanas a las del polemista de ultraderecha Éric Zemmour. Forza Italia, el engendro creado por Berlusconi y el cual, se supone, es el representante en el país de la derecha moderada, ha manifestado reiteradamente su disposición a trabajar en un eventual gobierno dirigido por la extrema derecha. Y, como ya lo comentamos, el conservadurismo británico no tiene remedio, con el Reino Unido gobernado por un primer ministro pueril, impredecible y sin brújula, convertido en ariete de la deriva antidemocrática en Europa occidental.
Se hace imprescindible para la democracia cristiana europea un proceso de reflexión que identifique cuales son los pilares sobre los cuales deberá renovarse si de verdad quiere reconstruir un ideario claramente distinto al de los ultras, a menos que quieran ser devorados por ellos. Y algo parecido sucede con la socialdemocracia europea, desde luego, obligada a mantener una constante y atinada autocritica, más ahora que tras años de hablarse de "crisis de la socialdemocracia" ha recuperado gobiernos tan importantes como el de Alemania o España y cuando se perciben vientos electorales más favorables, tal vez porque la pandemia ha puesto de relieve la importancia de lo público. A final de cuentas, socialdemócratas y democristianos son dos caras de una misma moneda. Ambos han pagado el elevado costo de ser considerados los responsables de haber prohijado el sistema que alumbró la monstruosa recesión de 2008. También purgan la culpa de haber tolerado demasiada la corrupción. Pero además de corregir sus pecados del pasado, deben encontrar las fórmulas que les permitan ser más eficaces ante las nuevas líneas de combate político. Nacionalismo exacerbado y populismo no están en su ADN. Después de todo fueron los artífices de la construcción de la Unidad europea. Sus grandes líderes, los Adenauer, De Gasperi, Mitterrand, Kohl, aborrecían al populismo. Pero eso no quiere decir que las opciones tradicionales no necesiten recuperar credibilidad y ganar presencia como adalides de las sociedades abiertas y modernas, llenas de nuevos reclamos y aspiraciones e imbuidas en los ya citados "valores posmaterialistas", ante los cuales están mucho mejor situados actualmente liberales y verdes. También deben hacer un replanteamiento de su modelo de combinar progreso con cohesión social. Democristianos y socialdemócratas traicionaron esa promesa y contribuyeron a prohijar desigualdad. Tras el desgarro de 2008, muchos empezaron a ver en el nacionalismo de derechas y el populismo de izquierda las mejores garantías para recuperar la cohesión social. Ahora deben reaccionar para ser capaces de dar respuesta a los nuevos desafíos globales, entremezclándose y coordinando esfuerzos en armonía con otros actores sociales y políticos mejor conectados con las nuevas generaciones. Europa y el mundo lo necesitan.
Pedro Arturo Aguirre
11 dic 2021
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