Las causas del ascenso al poder de Donald Trump serán debatidas durante mucho tiempo. Cierto, en buena parte se debe al profundo descontento de un sector marginado de la población estadounidense como, por ejemplo, los ciudadanos de clase trabajadora blanca habitantes del Medio Oeste, el otrora motor industrial del país que hoy se desmorona. También está el apoyo de quienes fueron trumpistas más o menos a su pesar, conservadores tradicionales y los evangélicos que votaron por Trump a sobre todo por constituir la opción republicana y porque los demócratas "son socialistas que odian a Cristo y las Escrituras". Cristianos a los que, por otro lado, jamás incomodó demasiado la pecaminosa vida del magnate neoyorkino, tan alejada de la idea del Jesucristo con sus dos escandalosos divorcios, sus numerosas relaciones con prostitutas, y con su actual esposa, quien posó desnuda para la portada de una revista. También, hay que decirlo, están los votantes más triviales, aquellos que se enamoraron del showman, gente que jamás había votado pero, de repente, vieron en Trump a un gran payaso que les hablaba "de forma directa y clara" y era divertido, irreverente y vulgar. Pero lo cierto es que fundamental en el trumpismo son millones de norteamericanos quienes para nada padecen las penurias de la globalización y son racistas, sectarios e hipernacionalistas deslumbrados por un deleznable personaje con quien se identifican a plenitud y lo siguen pase lo que pase, haga lo que haga.
El racismo fue el motor que llevó a Trump al poder. Obvio, que la mayoría de los racistas apoyen a este señor no significa que todos los trumpistas sean racistas, pero la esencia del movimiento sí lo es. La descarada intolerancia es el sello de la casa. Explotó el demagogo la política del resentimiento contra elites, inmigrantes, minorías étnicas y otros chivos expiatorios, pulsiones presentes desde hace mucho tiempo, en Estados Unidos, la cuales con el ahora ex presidente encontraron su mejor expresión. Por eso habrá Trumpismo después de Trump, porque es síntoma y no causa, y entiéndasele como un movimiento de grupos violentos de fanáticos. motivados por el odio y, sobre todo, por la absurda versión alterna que se han hecho de la realidad.
Ni el racismo ni las teorías conspirativas son nuevos en la vida política estadounidense. La cosmovisión descrita en el célebre y, últimamente, multicitado libro The Paranoid Style in American Politics de Richard Hofstadter (publicado en 1964) apenas se distingue hoy en día de las creencias propaladas por QAnon, aunque la sustancial diferencia ahora es que uno de los principales partidos políticos del país estuvo dispuesto a tolerar y, de hecho, a prohijar la paranoia política de la ultraderecha. Cierto, desde Ronald Reagan los republicanos han estado estrechamente vinculados con la derecha cristiana de línea dura, pero el establishment del partido buscaba aprovecharse de ello para impulsar sus agendas económicos y su tradicional conservadurismo social. Sin embargo, la tendencia a la radicalización se acentuó, primero, con el ascenso del Tea Party y, finalmente, con Donald Trump. Para el momento en que el hombre naranja se convirtió en candidato presidencial los gerifaltes del partido se percataron de que habían creado un monstruo difícil de dominar. Los locos tenían ahora el control y no se conformaban con reducir impuestos a los ricos y combatir el aborto: querían destruir la democracia. Esto hay que entenderlo, el sectarismo político crece en Estados Unidos como un problema que trasciende la polarización social y los temas de marginación económica. Es fanatismo sin paliativos y esto también es cierto para los países víctimas de la actual embestida populista, como México.
En Estados Unidos el núcleo del trumpismo lo constituyen supremacistas blancos entremezclados con extremistas antigubernamentales, teóricos de la conspiración, neoconfederados, neonazis e incluso los grupos cristianos más integristas y exaltados. Sus enemigos son no solo judíos, comunistas y negros, sino también musulmanes, hispanos, liberales, la comunidad gay y todos aquellos considerados como "enemigos de los blancos". Entre ellos están las asociaciones de milicianos como los conocidos Oath Keepers (extrema derecha urbana) los Proud Boys y libertarios de ultraderecha como los Boogaloo Bois. Toda esta es la canalla de Trump, impulsada por el discurso de odio de un megalómano irascible y por la zafia creencia de que el mundo no es cómo lo vemos, sino que hay sombras detrás del escenario moviendo los hilos.
La canalla de Trump tiene un perfil variopinto, pero preocupa especialmente el incremento en sus filas de militares y policías retirado e incluso en activo. Una encuesta de la revista Military Teams, especializada en temas castrenses, reveló que más de un tercio de las tropas en activo habían experimentado durante su servicio en el Ejército alguna forma de simpatía por el nacionalismo blanco y el racismo. Y no es un asunto de pobres abandonados a su suerte por el sistema. También grandes fortunas están involucradas en el auge de este delirio fascistoide. Según informó The Guardian en un reportaje reciente, el Club for Growth, movimiento antiimpuestos formado por multimillonarios, gastó 20 millones de dólares entre 2018 y 2020 para apoyar a 42 candidatos radicales para los congresos locales y federal. Entre sus beneficiarios, por ejemplo, está la congresista Lauren Boebert, pro-armas de fuego y abierta seguidora de las teorías QAnon.
Por todo esto es tan importante que la administración Biden tome medidas enérgicas. Los llamamientos a la unidad están muy bien, pero la actitud del nuevo presidente no debe ser ingenua. La democracia solo puede tener éxito si sabe salvaguardar con determinación, fuerza y ahínco sus instituciones primordiales, garantizar que los ciudadanos tengan acceso a información objetiva, regular la fuerza del dinero en la política, reforzar controles y equilibrios y también, claro está, de procurar en la mayor medida posible igualdad jurídica y económica a los gobernados. De lo contrario, el gobierno del pueblo y para el pueblo" se convertirá en el gobierno "de la canalla" y el orden democrático podría pasar a ser, dentro de un futuro no muy lejano, una mera curiosidad histórica.
Pedro Arturo Aguirre
Etcétera
23/Ene/21
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