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Culto a la personalidad e ideología, deshumanización e ideología, perversidad e ideología se han mezclado siempre en los totalitarismos. Ortega y Gasset razonó, en este sentido, que "el bolchevismo y el fascismo son dos pseudo alboradas que no traen la mañana de mañana, sino la de un arcaico día pasado, usado una o muchas veces...". El retrato de estas deyecciones humanas que han sido los dictadores que han pretendido ser dioses se multiplicó en los regímenes fascistas y comunistas, pero tras terminar la Segunda Guerra Mundial sobrevino una nueva generación de autócratas adictos a la glorificación que no estaban adscriticos a ninguna de las utopías ideológicas del siglo XX, sino que fueron resultado del acelerado proceso de descolonización que originó la independencia de decenas de nuevos Estados asiáticos y africanos, naciones que no contaban con sistemas institucionales sólidos y, por lo tanto, fueron proclives a caer bajo la égida del "hombre fuerte", en el sentido de aquello que Max Weber denominó la "legitimización de la autoridad por la vía carismática"
La descolonización asiática y africana fue un periodo de intensa de formación de nuevas estructuras estatales, muchas veces en países que no contaban con una sólida identidad nacional previa y cuyas fronteras habían sido "inventadas", es decir, delineadas de forma artificial más por las necesidades geopolíticas de las metrópolis que ocuparon estos territorios que por contener de, forma genuina, a estirpes más o menos homogéneas dueñas de una cultura e historia común. Fueron personajes dueños de poderosa personalidad y voluntad de dominio como Sukarno Nkrumah, Nasser, Saddam Hussein y tantos más los que en las flamantes naciones del Tercer Mundo vanamente encarnaron las esperanzas de una exitosa construcción nacional.
Este proceso de edificación de nuevas nacionalidades aportó a la historia del culto a la personalidad algunas de sus más estrambóticas páginas. La mayoría de los dictadores postcoloniales pretendió apuntalar su legitimidad con un estentóreo discurso antiimperialista. La lucha por erradicar para siempre los recuerdos de la opresión foránea llevó a los sátrapas post coloniales a tratar de suprimir todo vestigio material e incluso cultural del pasado: instituciones políticas y administrativas, sistemas económicos, nombres de calles y ciudades, símbolos, costumbres e incluso el idioma de los antiguos gobernantes. Una identidad nativa sería fijada a rajatabla con la guía providencial del gran líder.
Ian Buruma escribió que los dictadores sólo desaparecerán para siempre "cuando la gente está decidida a renunciar a la disposición, cuando no al deseo, de ser gobernada por ellos". Tal cosa quizá jamás sucederá. Los tiranos ejercen una atracción fatal sobre los pueblos desde el principio de los tiempos. Son seres percibidos como poseedores de "grandeza", a diferencia de los anodinos y demasiado humanos políticos democráticos. Asomémonos a la historia universal y se verá como los Napoloenes, Alejandros y Césares son los que roban nuestra inspiración e imaginación. Los grandes dictadores, aparentemente, otorgan a los pueblos causa y destino, son los que triunfan en los campos de batalla, los que emprenden grandes obras, mientras que los demócratas solo son capaces de presentar en mezquinos parlamentos convencionales planes políticos y administrativos y las únicas guerras que ganan son en las aburridas urnas. Inclusive muchos intelectuales de ayer y hoy prefieren ensalzar las personalidades de los Grandes Hombres, seducidos por el embrujo del poder absoluto.
El proceso de independización en Asia y África dio lugar a nuevos cultos a la personalidad, mientras que en América Latina hacía lo propio la aparición del fenómeno populista, fiel heredero de las tradiciones caudillistas. Hoy, en pleno siglo XXI y pese a lo que se diga, el culto a la personalidad sigue vivo, y lo está porque jamás cambiará la naturaleza humana y su necesidad de adorar a un gran padre infalible y protector, de solazarse con el espectáculo del poder, de dejarse arrastrar por los entusiasmos masivos. Actualmente los políticos candidatos a la glorificación saben hacer lo que hacían muy bien sus antecesores. Manejan magistralmente los medios de comunicación, manipulan los sentimientos ciudadanos, fomentan los prejuicios nacionalistas y, sobre todo, ofrecen protección. Siguiendo a Buruma "la más poderosa arma del dictador: nuestros miedos, el miedo a enemigos ocultos que nos amenazan desde el exterior y también dentro de casa; el miedo a la impotencia y falta de sentido de nuestra individualidad; y claro, el miedo a la propia libertad."
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